lunes, 25 de septiembre de 2017

Las Bolsas



Me acuerdo cuando doblaba por Edison y venía cargada de bolsas.

Las llevaba con la dignidad de las mujeres negras, de las que están acostumbradas a cargar con otras cosas más pesadas que bolsas. Me cuesta pensar ahora mismo, así, a la apurada, en alguien más fuerte.

Me acuerdo nos juntábamos en su casa; a veces éramos varios, demasiados, y ella entraba refunfuñando que no quería juntaderas en su casa. Le hablaba a su hijo, mi amigo, pero también a nosotros. Sin embargo, jamás nos echó.
Me acuerdo cuando discutían entre ellos, madre e hijo, fieros.
Me acuerdo también de las anécdotas que me contaba mi amigo sobre ella en su trabajo, en Casa de Galicia.
Me acuerdo del orgullo creciente, con el paso de los años, que mi amigo le ponía a cada anécdota que me contaba de ella.
Me acuerdo de los cuentos del racismo más rancio que se tuvo que aguantar y al que combatió.
Me acuerdo de los cuentos de mi amigo, que también entró a trabajar en ese mismo lugar, en circunstancias parecidas.

Me acuerdo que con el paso del tiempo salíamos a alcanzarla cuando doblaba por Edison.
Me acuerdo que no aceptaba nuestra ayuda. Las bolsas las cargaba ella.

Me acuerdo que con el tiempo empezó a caminar más lento, me acuerdo que una vez aceptó que su hijo le agarrara una bolsa. Una.
Me acuerdo una vez que me dejó ayudarla con una a mí.

Me acuerdo cuando me enteré que se había enfermado y me acuerdo que me pareció mentira. Me acuerdo que esa vitalidad no parecía terminarse nunca.
Me acuerdo de sus risas, de sus cuentos, de su voz, de la rapidez con la que hablaba, como si no tuviera tiempo para respirar entre palabra y palabra.
 Me acuerdo cuando mi amigo me contó, sin demasiados detalles, sobre la infancia que ella había tenido. Yo le tenía respeto y admiración. Después de esas historias esas dos palabras ya se me quedaron cortas.

Hoy me enteré que Carmen murió. Sentí como un hachazo que me partió la infancia.

Carmen tuvo un acto poético final, que a mí no me pudo pasar desapercibido: ella decidió ir a morirse a Peñarol. En los últimos días decidió volver a un lugar de donde alguna vez se había ido.

Me acuerdo pensar en qué le diría yo, si pudiera hablar con ella una vez más.

Le diría que se quedara tranquila. Que dejó quién cargue sus bolsas.



miércoles, 24 de mayo de 2017

Muerta



Estaba en cuarto de liceo. Recuerdo que volvía a casa y que era un día tormentoso; no estoy seguro si estaba lloviznando en ese momento, pero tengo la sensación que sí. Seguro había viento. Estaba por abrir la puerta del jardín cuando mi padre salió a mi encuentro. No era lo normal. Abrió él y casi salió a la vereda a decirme: murió la abuela. Me miró a los ojos y supongo no habrá visto sorpresa en los míos porque no la había. Tampoco hubo dolor, porque el dolor viene después. En el frente de la casa de al lado estaba parada una vecina, hoy también muerta, pendiente del diálogo. En aquel momento no lo pensé, pero no me explico qué hacía ella afuera, acodada al muro en un día de clima tan hostil.

Al día siguiente la vecina armó un mini escándalo de esos que arman las mujeres cuando se vuelven viejas y se juntan a hablar con arrogancia entre sí: ¿cómo era posible que mi padre fuera tan insensible -"típico de hombre", agregó al pasar- y me dijese semejante noticia “así nomás”?  
“Por lo menos hay que tener un poco de delicadeza. Decir que la abuela falleció ¿Cómo le va a decir al chiquilín que la abuela se murió?”

Tengo el vago recuerdo de mi padre fastidiado, no sé si enojado pero sí molesto con ella. Yo también, pero principalmente por su intromisión. Mi madre –cosa comprensible- no mostró demasiado interés porque estaba más preocupada por la muerte de su madre, lo mismo que mi abuelo, que no debe haberse ni enterado de esa conversación. A mi padre lo vi dudando: ¿tendrá razón la vecina? No sé bien porqué, pero le dije lo que pensaba: la gente se muere, no fallece. Vi una cara de alivio que me hizo entender que a veces mis palabras tienen efecto en la gente que quiero, sin proponérmelo del todo.

La gente se muere. No fallece. Las cosas se mueren, no fallecen. No sé cómo será en otros lugares, pero  decir que alguien “fallece” es como tratar de ponerle perfume a un montón de mierda. Morirse es una mierda y la palabra que se debe usar no tiene que ser otra que la cruda, la real, la que dice lo que sentís. No la que prefieren los que tienen miedo a sentir. Los que quieren decorar lo indecorable.

Lidiar con la muerte es cosa de valientes.  

Después se murió mi abuelo. No falleció, murió. Y después murió mi perro. Y después murió mi tío. Y después murió mi otro tío. Y después murió mi otro abuelo.
Y también han muerto otras cosas. Han muerto relaciones, han muerto sentimientos, han muerto miedos. Han muerto versiones de mí que ya no están. Han muerto versiones de otros, que ya no están tampoco.

Pero todo eso siempre muere. Nunca fallece. Siempre muere, y cuando muere, se dice, como hizo mi padre y tanta otra gente, mirando a los ojos, tragando saliva.


Después abrazo y a apechugar.